
Fuente: rtve.es
Este artículo fue publicado originalmente el día 18 de agosto de 2020 en El Salto Diario.
Byung-Chul Han o el Mr. Wonderful progre
Cada año, la víspera de Navidad a las 21 horas, al encender nuestros televisores nos encontramos el tradicional Mensaje de Navidad de Su Majestad el Rey. Las alocuciones del Rey suelen estar marcadas por la realidad del momento y, de hecho, el último de los mensajes emitidos el pasado diciembre venía lleno de referencias al temporal que había azotado el mismo mes la costa del Mediterráneo, así como a las inundaciones y otros efectos generados por el mismo, aunque también hubo tiempo para recordar la situación de las familias más vulnerables, la de las personas paradas, sobre la situación en Catalunya, la confianza en las instituciones, etcétera.
Pese a los últimos escándalos del rey emérito, y a su huida de España, con toda seguridad, este año volveremos a ver la cara del monarca en nuestras pantallas momentos antes de nuestras cenas navideñas. No podía ser menos, ya que se trata de uno más entre los diversos rituales que adornan el ejercicio de la política y el desempeño del poder a nivel global. En un sentido amplio, el Grup de Treball Etnografia dels Espais Públics (GTE-EP) considera como rito o actividad ritual aquel “acto o secuencia de actos simbólicos, altamente pautados, repetitivos en consonancia con diversas circunstancias, en relación con las cuales adquiere un cariz percibido como obligatorio y de la ejecución del cual se derivan consecuencias que total o parcialmente son también de orden simbólico”, características que los mensajes reales parecen cumplir.
La cotidianeidad también se encuentra plagada de rituales, incluso en este extraño 2020. Durante el pasado confinamiento, con la economía española en hibernación, nuestro ámbito relacional se vio severamente restringido. Muchos, los más afortunados, dejaron de acudir a su lugar de trabajo pudiendo desempeñar su labor desde casa. Cesaron los encuentros en los bares, los partidos de futbol dominicales, las visitas familiares, los eventos religiosos, las fiestas y celebraciones populares, las representaciones teatrales y las proyecciones de cine, entre otros.
Entre la diversidad de elementos comunes que presentan estas acciones podríamos señalar, precisamente, su marcado carácter ritual. El ser humano es una especie social. Su supervivencia material está basada, de manera fundamental, en su relación con los demás. Los rituales y símbolos permiten a la humanidad construir la realidad que le envuelve, cambiando y adaptando sus dinámicas sociales de manera dialéctica a la transformación del mundo. Bajo el confinamiento, los ritos no desaparecieron sino que se vieron, por así decirlo, reprogramados a diferente escala y con enormes cotas de desigualdad; pasamos de ocupar calles y equipamientos públicos y privados a celebrar nuestros rituales entre las cuatro paredes de nuestras casas y a esperar cada día las palabras de Fernando Simón.
Byung-Chul Han dedica su último libro, La desaparición de los rituales (Herder Editorial, 2020), a este tipo de acto tan específico de las sociedades humanas. Los rituales, que han sido uno de los ámbitos de estudio tradicionales de la antropología, se presentan aquí bajo la lupa de la filosofía en una aproximación ciertamente original. En su habitual estilo, Han nos ofrece una obra breve —120 páginas— donde realiza una enumeración de los vínculos que los rituales mantienen con diferentes esferas de la vida social. De este modo, la producción y el consumo bajo el neoliberalismo, verdadera bestia parda del filósofo coreano, se caracterizarían no por su enfoque hacía la satisfacción de necesidades reales, sino por su participación en una aceleración y expansión sin límite de la mercantilización de todos los aspectos de la vida humana.
Todo puede ser una mercancía, incluso nuestros sentimientos. Esta versión capitalista de la existencia no encajaría en los moldes de la construcción social del tiempo que suponen los rituales. Como señalara el historiador Franco Cardini en su obra Días Sagrados, en la Historia moderna, el mundo de los rituales y “el mundo de la producción han estado caminando al mismo paso, pero en sentido inverso, de tal modo que el primero ha ido reduciéndose de manera exactamente proporcional a la ampliación del segundo” evidenciando, de este modo, que el tiempo del trabajo, acotado, individual y extensivo, es incompatible con el de los rituales y la fiesta, libres, colectivos e intensivos.
Han dedica otro de sus capítulos al concepto de autenticidad, el cual es presentado como una motivación moral que, frecuentemente y en todo tipo de discursos, es confundido con la libertad. Esta autenticidad como libertad derivaría en narcicismo y autoexplotación. Actualmente, desde diversas opciones políticas, desde el PSOE hasta el PP pasando por Ciudadanos, se presenta el emprendimiento y la iniciativa privada económica e individual como la base fundamental de un mundo más libre y menos sujeto a las ataduras de la empresa clásica, con sus horarios, pero también con sus derechos. Este tipo de iniciativas estarían basadas en una cierta introspección psicológica alejada años luz de la necesidad de extroversión de los rituales. Los emprendedores no se sindican, pues reclamar ayuda a la colectividad es un símbolo de su fracaso. Además, los movimientos sociales en torno al trabajo, los clásicos sindicatos, son los protagonistas de uno de los mayores rituales de la Historia moderna: las manifestaciones y las huelgas, ajenas por completo al espíritu estético individual del emprendedor.
El neoliberalismo presenta la Historia como una línea continua, sin alteraciones, lo cual tampoco permite el cierre y la conclusión de las diferentes fases que pueden constituir una vida. Ni siquiera la muerte supone el fin ahora que podemos seguir vivos en internet y las redes sociales. Los funerales no son más que ritos de paso grupales donde el protagonista, en este caso, no sería tanto el finado como una comunidad que asumiría el fin del miembro de la misma de forma colectiva. La desaparición de estos umbrales, dice Han, conduce “al infierno de lo igual”, un mundo pobre de espacio y tiempo pero libre de barreras para la libre circulación y producción del capital.
La desacralización del mundo ha conllevado, además, una pérdida significativa de rituales. La disolución del papel de la religión organizada en las sociedades modernas ha venido acompañada de una preponderancia de la esfera del trabajo y la producción, ámbitos que, como ya se ha mencionado, individualizan y aíslan al ser humano, mientras que la fiesta, como esfera ritual por excelencia, los congrega y los une. La religión determina un tiempo sacro, un calendario marcado de fechas en rojo que rebosa formas ritualísticas y construye un tiempo alejado de la linealidad e igualdad de aquel dedicado a la producción. Navidad, Reyes, Semana Santa, Carnaval, la Virgen de Agosto, San Miguel, San Martín, Todos los Santos, etcétera, suponen hitos que, como señala Saint-Exúpery en su novela Ciudadela, “son en el tiempo lo que la morada es en el espacio”, pero que, a la vez, impiden la expansión de la mercantilización ilimitada de la vida.
El juego es otro de los ámbitos de la vida social que se caracterizaría por tener un marcado carácter ritual. El juego es derroche, es decir, como dicen desde el GTE-EP, “supone una energía y un tiempo que pueden parecer desmesurados respecto al resultado empírico obtenido” y, por tanto, destinan y desvían un tiempo y un esfuerzo que podrían ser acaparados por el sector productivo. Los juegos han de ser proscritos, o mercantilizados, para ser útiles al capital, pero, para ello, antes hay que higienizarlos, homogeneizarlos y empaquetarlos adecuadamente, de forma que puedan ser vendidos y consumidos. Es así que fiestas antaño feroces y salvajes han sido desposeídas de sus elementos fundamentales y, de este modo, ser aceptadas por un público cada vez más amplio. Y, cuando esto no ha sido posible, se han inventado otras: blancas, insípidas, neutras… muertas.
Los rituales nos abstraen como personas, nos desindividualizan. Han escoge muy bien el ejemplo de la ceremonia japonesa del té para exponer esta aproximación. Durante este rito, los participantes no piensan, solo actúan, son, siguiendo el marco estructuralista de Levi-Strauss, significantes que se relacionan entre ellos a través de la pura forma, del mero envoltorio. Esa abstracción, paradójicamente, excluye cualquier forma de individualismo, de psicologismo, dándose una interacción comunicativa sin comunicación verbal: una comunión sin palabras, un colectivo sin significados. Se necesita, eso sí, tiempo y silencio, ambos enemigos acérrimos del neoliberalismo, que necesita de la expresión rápida y continua —y donde redes sociales como Twitter serían un gran ejemplo— para generar ruido y beneficios. Cualquier cosa que merezca la pena necesita su tiempo.
La desaparición de los rituales, por tanto, centra su atención en el neoliberalismo como principal enemigo de estas acciones colectivas. Esta es la principal hipótesis de Han y, también, su principal debilidad. Han no es un científico social, es un filósofo, un pensador, y como filósofo y pensador realiza interesantes reflexiones sobre elementos clave de las sociedades humanas contemporáneas. Pero para realizar esto correctamente hay que tener claro los conceptos, además de mantener siempre una perspectiva histórica.
A lo largo del libro, Han no entra en ningún momento a definir lo que entiende por neoliberalismo; el gran disolvente de los rituales aparece así como un fantasma, como una fuerza invisible que el lector debe sobreentender como elemento presente que actúa fehacientemente y en cada momento sobre nuestra vida social. Y no le falta razón, el neoliberalismo ha alterado profundamente nuestra realidad, nuestra forma de relacionarnos los unos con los otros, pero esto también sucedió, hace dos siglos aproximadamente con la aparición del capitalismo o hace cinco con la Reforma Protestante. Es más, fue el proceso de urbanización intensiva generado por el capitalismo industrial el que, en Occidente, conllevó una disolución efectiva de las relaciones sociales primarias del mundo rural tradicional, lugar por excelencia de rituales, fiestas y celebraciones religiosas. Sin embargo, esto no comportó su eliminación o disolución, solo su transformación. El resultado fueron rituales de barrio, sindicales, políticos, deportivos, culturales, etcétera, que se articularon en torno a los factores constitutivos del nuevo modo de producción, el capitalismo, pero que no desaparecieron, más bien al contrario, mutaron y se diversificaron por doquier.
Tiene razón Han al decir que se ha producido una reformulación de los rituales a escala individual. El individualismo capitalista puede haber traído la necesidad del diseño de rituales ad hoc vinculados, en cantidad de ocasiones, a libros de autoayuda, guías hacía el éxito o compendios de recomendaciones para emprendedores, pero esta importante característica es despachada por Han en un pie de página del primer capítulo de su obra. Como si de una adición de última hora se tratase, de un comentario amigo, intenta aclarar que este tipo de ritual “no emana fuerza simbólica que orienta la vida hacia algo superior”. Pero, ¿cuáles son los rituales que orientan la vida hacía algo superior?, ¿hay rituales de primera y segunda clase? Es más, ¿cuál es ese orden superior? Tampoco entra Han a explicar este factor de suma importancia para su argumentación. Los rituales de los cuales lamenta su desaparición parecen emanar de una sociedad antigua, de un pasado dorado y glorioso perdido en el tiempo pero que, en ningún momento, queda definido por el filósofo. Esa cierta pasión por el ritual, que podría ser compartida, parece, así, adolecer de cierto conservadurismo.
El único momento en que Han parece aclarar a qué tipo de sociedad corresponden sus añorados rituales es cuando se refiere a la aldea de la obra de Péter Nádas Cuidadosa ubicación. Usando la imagen de un peral, el autor refiere la necesidad de silencio, de reflexión, de acuerdo comunitario, de ritual compartido. En la aldea se produce una “conciencia colectiva que engendra una comunidad sin comunicación” frente a la comunicación sin comunidad propia del neoliberalismo. Sin embargo, como muy bien señala unas páginas más adelante, “aquella aldea no es en realidad un lugar afable. De un colectivo arcaico no cabe esperar hospitalidad”. Así pues, si el ámbito por excelencia de los ritos de orden superior se torna hostil al extraño, ¿en qué medida son positivos los rituales que se practican en esos ámbitos?, ¿de qué habla Han, en definitiva, cuando se refiere a la desaparición de los rituales?, ¿hemos de lamentarnos?, ¿cuál es su alternativa?
Conforme nos acercamos a los últimos capítulos, con la excepción del dedicado al Final de la Historia, que se encuentra antes y donde realiza una crítica velada, y errónea, al concepto de trabajo de Marx, el hilo conductor de los procesos rituales se esfuma. Las páginas finales realizan interesantes y acertadas reflexiones sobre el papel de la tecnología —los drones— en las formas asépticas de la guerra en el siglo XXI, la desaparición del espíritu de la Ilustración en la era del Big Data o la sustitución de la seducción por la pornografía, que, no obstante no parecen tener relación directa con la desaparición de los rituales, lo cual genera una cierta confusión en el lector.
En su particular estilo de frases cortas y aceradas, las cuales parecen pensadas más para ser rotuladas en camisetas o en tazas de café como si de un Mr. Wonderful progre se tratara, Byung-Chul Han realiza un esfuerzo enorme por analizar, desde la filosofía, el papel de los rituales en la sociedad Occidental actual. Sin embargo, una sensación de prisa o de falta de profundidad y presentación de importantes conceptos parecen no acabar por presentarla de forma adecuada. Si Han persigue con sus últimos libros acercar la filosofía al común del público, más le valdría, como él mismo señala en esta obra, tomarse su tiempo, si no podría pasar a la posteridad como un representante de esa filosofía progre tan del gusto de los lectores de El País: la de un filósofo coreano que escribe en alemán y que es un poco rojo, pero sin molestar a nadie.