Desacatos en la ciudad bajo estado de peste

Este artículo fue publicado originalmente en el diario Catalunya Plural el pasado día 25 de marzo de 2020.

Desacatos en la ciudad bajo estado de peste

El pasado día 20, el diario ABC publicaba que en el popular barrio sevillano de Las Tres Mil Viviendas, la iglesia evangélica local había organizado una ceremonia de culto en plena calle, desoyendo el estado de alarma decretado por las autoridades. La grabación clandestina realizada por un vecino puso en alerta a las Fuerzas del Orden, las cuales incrementaron su presencia en las calles y plazas de forma inmediata y sustancial. Pero éste, por llamativo, no es el único ejemplo de desacato al estado de alarma que estamos viviendo.

Dos días antes, los Mossos d’Esquadra levantaban acta en el municipio de Selva del Camp, Tarragona, a siete adolescentes que se habían citado en una céntrica plaza de la localidad para pasar el rato. El Ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, ha cifrado en hasta 31.000 las multas impuestas, además de en 350 las detenciones realizadas por desobediencia o atentado contra la autoridad, ese cajón de sastre que lo mismo vale para un roto que para un descosido cuando se trata de imponer la voluntad de la autoridad.

Estos días de confinamiento, los medios de comunicación y las redes sociales van llenos de noticias, cifras, anécdotas, memes, vídeos y un largo sin fin de formas de expresión de la realidad que estamos viviendo. No sería exagerado decir que, como señalara Michel Foucault en Vigilar y castigar, se ha instaurado el estado de peste. Para el filósofo francés, la peste es la prueba ideal para definir el ejercicio del poder disciplinario; una ciudad apestada, bajo cuarentena, es una ciudad «inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada».

No sería exagerado decir que la reclusión que vivimos por la pandemia de coronavirus es uno de los mayores episodios de ejercicio de biopoder de los que se tienen noticias en las últimas décadas; un poder que ya no se ejerce mediante la fuerza física, la muerte, o el ritual, tan costosos ambos, sino que, de nuevo en palabras de Focault, «invade la vida enteramente».

Ahora bien, este intento de intervención de la polis (el poder político), sobre la urbs (la esfera social, la vida urbana) resulta, como siempre, infructuoso. El control social de la población, su disciplinamiento mediante medidas de carácter coactivo, de amenaza y sanción, tan necesario para una sociedad capitalista, tiene su principal debilidad en los márgenes de un sistema en el que los mecanismos dispuestos a través de la escuela (la educación) o la fábrica (el sistema productivo) han manteniendo de forma histórica un escaso despliegue.

En estos lugares es necesario volver a los viejos modelos de exclusión, física (mayor seguridad) y simbólica (dinámicas de exclusión). No deja de ser llamativo que los desacatos más conocidos, los más virales, se hayan producido en espacios y con grupos de población donde está ausente el modelo por excelencia de ciudadano, la clase media. Barrios marginalizados, como Las Tres Mil viviendas; población muy joven, como la de la Selva del Camp, o muy mayor; personas racializadas o localidades con amplia presencia de las clases populares, como L’Hospitalet de Llobregat.

La solución para estos casos es bien conocida, un mayor despliegue policial unido a procesos de estigmatización que, a su vez, mantienen una función doble: por un lado, señalar al necesario culpable de la situación y, por otro, descargarnos a nosotros de toda responsabilidad; salir a hacer running, bien, celebrar ritos religiosos, mal.

En definitiva, mientras asistimos a uno de los mayores ejercicios de control social de todos los tiempos, continúan vigentes viejos y nuevos mecanismos de intervención; esquemas ejecutados sobre una realidad empeñada en darle la espalda a unos planes concebidos para determinar la forma de la vida social colectiva.

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