La ritualización del confinamiento

Este artículo fue publicado originalmente en Catalunya Plural el pasado día 14 de abril de 2020.

La ritualización del confinamiento

Como no podía ser de otra manera, nuestras pautas de consumo se han visto modificadas tras varias semanas de confinamiento. El alcohol, el picoteo y otros productos similares han ido sustituyendo a las iníciales, y un tanto impulsivas, compras de productos de higiene personal. La explicación psicológica habla de darnos recompensascaprichos, ante lo exótico de la situación, pero, ¿qué pueden aportarnos las ciencias sociales?

El ser humano es un ser social por definición. Esta no es una condición que pueda elegirse -no se puede escoger libremente ser o no social-, sino que es algo que se encuentra en la base misma de lo que nos define como especie. La capacidad de relacionarnos entre nosotros y con el resto de elementos de la naturaleza, sean estos animados o no, así como la posibilidad de instaurar e interpretar símbolos y, de paso, crear mundos, nos permite ampliar de manera casi ilimitada las posibilidades de nuestra existencia.

Decía Georg Simmel que las palabras son la unidad mínima de esta relación. Esta sería la explicación sociológica a esas absurdas y, muchas veces, banales conversaciones en los ascensores y otros espacios estrechos y cerrados; cuando nos encontramos, los humanos tenemos -de manera casi inevitable- que establecer una relación, sea del tipo que sea, si no con las palabras, como señalara Simmel, con los gestos, las miradas, etc.

Pero es más, dentro de esa creación de mundos está la propia creación del tiempo. El tiempo no es meramente una cosa física, sino que es una construcción social. La sucesión de los segundos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años fue establecida por el ser humano mucho antes de la creación del primer reloj de arena o del desarrollo de la física cuántica avanzada. Fue a través de las relaciones sociales que el tiempo fue determinado.

La recogida de las cosechas, el sacrificio de los animales, las celebraciones religiosas, los enterramientos, nacimientos, etc., fueron los procesos que nos permitieron delimitar, establecer, instituir el tiempo. Ese tiempo ancestral, que nos relacionaba íntimamente con la naturaleza, era un tiempo cíclico, un eterno retorno y repetición oportunamente marcado por la actividad humana colectiva. Posteriormente, la dinámica industrial y capitalista se encargó de diseñar un nuevo tiempo lineal, aparentemente infinito, que nos ha traído no pocos problemas.

Ahora, en tiempo de confinamiento, cuando todos los días parecen ser iguales, vuelve a emerger esa necesidad ritualística de creación del tiempo; nos levantamos, desayunamos, hacemos ejercicio, recuperamos viejas amistades y contactos, jugamos más, estamos más interconectados, etc. En estos momentos en los que la realidad de nuestra sociedad productiva capitalista se ha puesto en modo pausa, retornan las posibilidades de un tiempo no lineal, sino cíclico, centrado en nosotros y en nuestras relaciones con los demás.

Pero estas dinámicas no se dan, ni se han dado nunca, en el vacío de la necesidad material. Están llenas de comensalismo, esto es, comer y beber juntos, donde el alcohol ha jugado y juega tradicionalmente un papel de facilitador social, sobre todo en las culturas mediterráneas, bailes, música, aplausos y otras formas de expresión.

He ahí la explicación a estos incrementos de consumo de productos como cervezas, vinos, patatas, etc., que han sustituido a la inicial inercia basada en la compra compulsiva de papel higiénico o geles de alcohol para lavar las manos; no estaríamos más que ante la elemental necesidad de celebrar rituales que nos permitan acomodarnos y dar sentido a la situación singular que el confinamiento nos ha traído estos días. En ellos, el consumo de este tipo de productos no sería más que un elemento añadido a esta ritualización del confinamiento.

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