Refutando a Airbnb: cuando la economía colaborativa no es más que simple capitalismo

Entre los elementos que compañías como Uber o Airbnb utilizan para justificar su, cada vez, mayor presencia entre nosotros se encuentra, entre otros, su definición como  economía colaborativa. El nada sospechoso de socialismo diario Expansión definía la economía colaborativa como aquella que «surge de las posibilidades que brindan los canales digitales para compartir, encontrar y revender bienes entre usuarios«. Sin embargo, el mismo medio del Grupo Unidad Editorial acaba por señalar que su carácter novedoso no permite, ni siquiera, una definición estándar comúnmente aceptada. Otros medios y colectivos, como la Asociación Española de Economía Digital y Sharing España, la definen como aquel modelo «aquellos modelos de producción, consumo o financiación que se basan en la intermediación entre la oferta y la demanda generada en relaciones entre iguales (P2P o B2B) o de particular a profesional a través de plataformas digitales que no prestan el servicio subyacente», situando el acento en la existencia -o no- de plataformas digitales que facilitan el contacto entre productores, usuarios o consumidores que, de otra manera, no podrían hacerlo.

Más allá de la consideración «entre iguales», altamente discutible, sobre todo por el hecho evidente de que muchos de estos servicios, más allá de la intermediación, están en manos de compañías o conglomerados empresariales, o del hecho de que se presten o no «servicios subyacentes», algo que los Tribunales, como en el caso de Uber, se están encargando de aclarar, la cuestión es que la propia labor de estas plataformas, pese a las innovaciones tecnológicas que el P2P/B2B pueda aportar, no es más que la economía capitalista de toda la vida, aunque con un lavado de cara colaborativo. Es lo que voy a intentar demostrar aquí con la ayuda de la obra fundamental de Carlos Marx, El Capital.

Para Marx, cualquier producto no es una mercancía. Así, una cosa puede tener valor de uso, es decir, ser útil para uno mismo o para una tercera persona, sin ser un valor en sí mismo. Esto es lo que pasa con aquellos productos que no contienen trabajo, por ejemplo, la tierra, el aire, el mar, los bosques, etc. Ahora bien, una cosa puede tener valor de uso y ser producto del trabajo sin ser una mercancía. En este sentido tenemos todos aquellos elementos que elaboramos nosotros mismos y que, posteriormente, consumimos o, simplemente, no son dispuestos en el mercado. Para que un producto sea una mercancía, además de tener un valor de uso para terceras personas, ésta debe ser transferida a éstos mediante el intercambio. Para facilitar el desarrollo y seguimiento del texto, usaremos el ejemplo de una casa. Una casa es uno de los elementos que contiene mayor valor de uso. Es ahí donde descansamos, nos relacionamos, mantenemos cierta intimidad, nos reproducimos, etc. Ahora bien, si nosotros hemos adquirido la casa en el mercado inmobiliario, esta casa es una mercancía, pues fue elaborada por otras personas, es decir, fue objeto de trabajo, y posteriormente fue comprada por nosotros que adquirimos su valor de uso. Si esa misma casa hubiera sido construida y diseñada por nosotros mismos, no sería una mercancía pues su valor de uso no es transferido. La casa, por tanto, no tiene valor de cambio.

Las sociedades se han dotado a sí mismas de una serie de acuerdos sobre lo que puede ser utilizado, y no, como elementos facilitadores de los intercambios de mercancías. Es así como surge el dinero. Este -en forma de papel moneda, como los billetes de euro, o el propio oro- supone un símbolo de valor que contiene, también, un valor de uso: el derivado de que con él es posible adquirir determinados productos que nos son de interés. Simplificando, las mercancías en circulación se intercambian por dinero que, a su vez, es posible volver a intercambiar por mercancías. Sin embargo, también nos podemos encontrar con un proceso donde el protagonismo lo tiene el propio dinero. Es decir, mediante dinero compramos determinados bienes o servicios que, posteriormente, volvemos a vender y, así, vemos incrementado nuestra inversión inicial. Ahora bien, no todo el dinero (D) puesto en circulación que nos vuelve como dinero más intereses (D+x) es capital. Así, la mera compra-venta de mercancías -compra más barata y venta más cara- no transformaría dicho dinero en capital, ni a una sociedad donde éste fuera el principal elemento del sistema económico en una sociedad capitalista. Tampoco lo sería una sociedad basada en el préstamo de dinero para su devolución con intereses. La razón es simple, la entrada de nuevo dinero en el sistema tiene que venir de algún sitio, no puede aparecer de la nada mediante la simple circulación.

¿Qué es, por tanto, el capital? ¿qué define, por tanto, a una sociedad capitalista? Bien, para que el dinero en circulación devenga capital debe contar con el producto del trabajo -trabajo social que diría Marx-. Es esto lo que aporta el elemento distintivo. De este modo, mediante una inversión inicial de dinero, digamos D, compramos una serie de mercancías -materias primas, mano de obra, etc.- con la que elaboramos un producto final que, puesto en el mercado, nos genera nuevamente dinero (D+x). Esto es el capital y las sociedades donde prima este modo de producción se denominan sociedades capitalistas. Este proceso es independiente del número de productores e inversores, de intermediarios y consumidores, que intervengan, así como del tiempo de duración del proceso.

Bien, volvamos al ejemplo de la casa, donde la relacionaremos ahora con la labor de plataformas como Airbnb. Como hemos dicho antes, una casa es, principalmente, valor de uso. Al no estar dispuesta en el mercado, el valor de uso es consumido por nosotros, sus habitantes. Ahora bien, si mediante los instrumentos existentes en el momento histórico actual -ya sea la página de un periódico, ya un amigo que conoce a otro amigo, o ya una plataforma web- nosotros transferimos, aunque sea temporalmente, el valor de uso a una tercera persona que lo consume a cambio de una cuantía de dinero, hemos convertido nuestra casa en mercancía. En el caso de Airbnb hay dos elementos que podríamos llamar novedosos. Por un lado está la propia plataforma, una aplicación web que pone en contacto a miles, millones de personas, ampliando considerablemente las posibilidades del intercambio, del mercado. Esta plataforma es una empresa que constituye uno de los dos elementos que sitúan inicialmente el producto para el intercambio. El otro sería, de forma evidente, la propia casa. Así, Airbnb -una empresa con sede en San Francisco que cuenta con miles de trabajadores entre diseñadores, directivos, publicistas, etc., y con un valor actual de 25 mil millones de euros-, dispone, temporalmente, de un bien, un inmueble de propiedad ajena, y facilita su transferencia temporal a cambio de una cuantía de dinero. Como empresa que es, para la elaboración y mantenimiento de sus servicios cuenta con los ya mencionados miles de trabajadores que son los que aportan el trabajo social que genera el capital (D+x). Ahora bien, el otro elemento novedoso lo constituiría el propio carácter de trabajo que aporta el anfitrión. Éste no ofrece solo su casa, sino también toda una serie de servicios añadidos -crea el anuncio, organiza la llegada, recibe a los huéspedes, les prepara el desayuno, etc.- que son los que verdaderamente suponen, además, ese valor diferencial que Airbnb no se cansa de publicitar: el de convertir a los visitantes en un habitante más, formando parte de una comunidad. Eso es trabajo y, por tanto, transforma el dinero de la transferencia en capital (D+x’). Basta dar una vuelta por internet para ver como los supuestos anfitriones incluso anuncian formas y disponen métodos para incrementar el capital final, valorizando su trabajo. Y es ahí, abandonando la órbita de la circulación o del intercambio de mercancías, donde se encuentra el verdadero drama de este proceso. O, como decía Marx, donde «el antiguo poseedor de dinero marcha adelante como capitalista, el poseedor de la fuerza de trabajo le sigue como su obrero; aquél, sonriéndose significativamente y con aire diligente, éste, abatido, de mala gana, como quien llevó al mercado su propia piel y lo único que puede esperar es… que se la curtan». Solo que la «mala gana» ha sido sustituida, a veces, por el aplauso entusiasta, algo que nos conduce, si no ponemos remedio, a la uberización de la economía.

En definitiva, la denominada economía colaborativa no sería más que la enésima vuelta de tuerca al viejo y todavía capaz de renovarse capitalismo del siglo XVIII. Si existe alguna diferencia con respecto al sistema más clásico, ésta sería la desprotección de los trabajadores como sustentadores y suministradores de valor. Esto ha ocurrido siempre, solo que ahora se dispone empaquetado en smart phones y bajo etiquetas que enuncian la recuperación de valores supuestamente progresistas y comunitarios.

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