La identidad de barrio como elemento catalizador en las luchas urbanas

Fuente: Ens Plantem

El antropólogo Fredrik Barth, en su conocido libro Los grupos étnicos y sus fronteras, establecía cuatro elementos fundamentales a la hora de designar este tipo de comunidades: debían ser capaces, en gran medida, de autopertetuarse biológicamente; compartir valores culturales fundamentales; integrar un mismo campo de comunicación e interacción y, por último, contar con una serie de miembros que se identifiquen a sí mismos y sean identificados por otros.

En lo referente a los socialmente efectivo, siguiendo la terminología empleada por Barth, los grupos étnicos serían considerados como una forma de organización social. Sin embargo, estas formas de organización basadas fundamentalmente en la última de las características señaladas, esto es, la relativa a la autoadscripción y adscripción por otros en un determinado grupo, no es exclusivo de los grupos étnicos, sino que tiene una mayor vigencia y aplicación al estar directamente vinculado con cuestiones de identidad.

La identidad no se encuentra únicamente fundamentada en una serie de variables que utilizan determinados individuos para categorizarse a sí mismos y ser categorizados por los demás, sino que, además, los rasgos utilizados para llevar a cago tal diferenciación no son elementos, digamos, objetivos -como la lengua, la religión, el tipo de estructura familiar, etc.-, sino aquellos que los propios miembros del grupo consideran significativos.

Así, la creación de estas fórmulas identitarias no derivan, salvo casos extremos, de situaciones de aislamiento o incomunicación, sino todo lo contrario: son conformados en función de la relación que estos grupos mantienen con otros grupos: son precisamente los procesos sociales, dinámicos por naturaleza, los que acaban conformando las identidades.

Recogiendo este marco interpretativo, y aplicándolo a la realidad contemporánea de las ciudades -principalmente en Occidente, aunque cada vez menos-, éstas, como señala David Harvey, están siendo construidas no tanto para que la gente viva en ellas, como para que sean capaces de atraer capitales, inversión. En este sentido, la aplicación de políticas netamente neoliberales ha transformado antiguos espacios de sociabilidad, como los barrios, en ámbitos donde las relaciones sociales han pasado a ser mediadas por prácticas mercantiles. Esto se materializa en aspectos tales como las reformas urbanísticas, la construcción de viviendas destinadas a las clases medias y medias-altas, la privatización de calles y plazas, el diseño de espacios públicos de calidad, los denominados proyectos de revitalización urbana, etc.

La población de muchos de estas zonas, antiguos emplazamientos de carácter popular de las ya ex ciudades industriales, despliega nuevos modos identitarios como formas de resistencia frente a la presión del Capital. Los barrios pasan, así, a conformar auténticos baluartes étnicos, si se me admite la expresión, que permiten desarrollar formas reciprocidad y apoyo mutuo ajenas a las relaciones más asépticas típicas de la ciudad global. Ser de barrio -y como dice Manuel Delgado, todo barrio necesita un nombre- conduce a una especie de nueva-vieja comunidad, al modo folk, donde es posible vivir la ficción de una cierta vuelta al protagonismo de las relaciones primarías, de cercanía, y desde donde es viable reunir fuerzas para reconquistar una ciudad cada vez más revanchista.

Esta forma de entender la vida de barrio, la cual necesita de cierta homogeneidad de clase para mantener su consistencia, se ve, además, reforzada por una serie de rituales -ferias, diadas, manifestaciones, okupaciones, desfiles, etc.- que contribuyen a reforzar su identidad. De esta forma, más que nunca se muestra que aquellos elementos y causas que se encuentran en la raíz de las fiestas y los ritos tradicionales -religiosos, etc.-, y que han permitido autoafirmarse a las comunidades más clásicas por siglos, se encuentran también detrás de las actuales prácticas barriales de resistencia. De este modo, las manifestaciones, muchas veces festivas, de protesta y repudio contra procesos especulativos, la tematización de determinadas áreas de la ciudad, el monocultivo turístico, etc., no solo contribuyen a escenificar en público cierta disconformidad con respecto a una situación considerada injusta, sino que, además, contribuye a reafirmar la identidad de barrio, reforzando los lazos interpersonales.

En definitiva, los viejos marcos teóricos de la antropología siguen vigentes y nos permiten entrever la potencialidad y utilidad de la constitución de determinadas identidades en las ciudades contemporáneas. La vieja etiqueta de barrio, denostada en tiempos no tan lejanos, se aviene a convertirse en elemento cohesionador y vertebrador de las luchas contra la imposición neoliberal.

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