Barcelona en colors

Este artículo fue publicado originalmente en el Periódico Diagonal el pasado 04/02/2015.

Barcelona en colors

“Caía la tarde cuando llegué a Barcelona. El ferry había salido el día anterior desde Civitavecchia y estaba muy cansado después de pasar tantas horas en una incómoda butaca. Conforme nos acercábamos al puerto, comenzamos a ver muchas luces, como si una gran fiesta saliera a recibirnos. Entonces no lo sabía, pero se trataba del Centro Comercial Maremagnum. Esa sería mi primera impresión, una ciudad en colores”.

Con estas palabras me describía un amigo su llegada a Barcelona. Corría el año 2006 y Barcelona vivía todavía la resaca del Fórum de les Culturas, uno de los fracasos más sonados de su historia. La ciudad, acostumbrada a crecer a golpe de grandes eventos, se había quedado años antes sin poder ser Capital Europea de la Cultura y buscó, de forma casi desesperada, una excusa para llevar a cabo nuevos procesos de transformación y reforma urbana, en esta ocasión en los límites de su última y codiciada frontera: la desembocadura del Besòs. A pesar de las ingentes cantidades de dinero y recursos invertidos –más de 3.200 millones de euros y una recalificación de 330 hectáreas, cifra cuatro veces superior a la intervenida para los JJOO de 1992- el megaproyecto no cumplió ni de cerca con las expectativas generadas en cuanto a público o visibilidad. Sin embargo esto no supuso ningún impedimento para que la administración municipal continuara con sus intenciones ni para que la ciudad aumentara significativamente su capacidad de atracción.

En aquellos años Barcelona parecía seguir avanzando inexorablemente en el cumplimiento de los sueños húmedos del que fuera su alcalde por excelencia bajo el Franquismo, el inefable Josep Maria de Porcioles. El antiguo notario, que había fantaseado con una Gran Barcelona dedicada al turismo y a los congresos, se mostraría contento con una ciudad que, años después, se había convertido en la millor botiga del món. De esta forma, si su plan para transformar parte del antiguo barrio del Poblenou en una “Copacaba barcelonesa había salido mal debido, entre otras cuestiones, a la resistencia vecinal, los autodenominados poderes democráticos se habían encargado, años después, de sobrepasar las expectativas iniciales a través de la construcción de la Vila Olímpica. Y algo similar se podría decir del Fórum en 2004, donde una ciudad con tintes revanchistas edificaría sobre las cenizas del Campo de la Bota un verdadero monumento a lo que mi colega Gerard Horta denominaría el no-res, la nada más absoluta, transfiriendo, de paso, inmensas plusvalías a un capital financiero, turístico e inmobiliario que provenía, en parte, del porciolismo. No en vano el mismo ex alcalde recibiría, de la mano de Pasqual Maragall, la Medalla de Oro de la ciudad en el año 1983.

Es en este marco, el del agotado modelo Barcelona, en el que se producirían hechos como los que pasarían tristemente a formar parte de nuestra memoria colectiva con el nombre de la fecha en la que tuvieron lugar, el 4 de febrero. La Barcelona del posa’t guapa; del alcalde Clos subido a la camioneta de la Carnavalona con Carlinhos Brown; de la Guardia Urbana arrancando tomateras en el Forat de la Vergonya; de Centros Comerciales construidos en zonas portuarias para poder abrir 365 días al año; en definitiva aquella ciutat morta plena de fantasmagóricas luces que, posteriormente y en manos del gobierno conservador de Convergència i Unió (CiU), encontraría en la tecnología y lo smart nuevas posibilidades de transformación, extracción y transferencia de plusvalías. Una ciudad y unas calles concebidas y diseñadas para una ciudadanía consagradas únicamente al ocio y al consumo masivo.

En definitiva, una Barcelona en colors.

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