La mentira del Estado autonómico

En los medios de comunicación generalistas suelen aparecer de manera frecuente, sobre todo últimamente, comparaciones entre las distintas formas existentes de reparto del poder territorial y los nombres y las formas que este adopta en su constitución como Estado a nivel global. En una especie de pedagogía, para nada inocente, se comparan formas como el federalismo, el Estado centralizado, el confederalismo y, por supuesto, uno de nuestros inventos más reconocidos -además de la fregona- el Estado autonómico. En general, estas comparaciones suelen acabar dando a entender que, con carácter general, no existe ninguna verdadera Confederación a nivel global -la de Suiza funciona como una federación en la práctica, y la República China, aunque formalmente centralizada, y en la práctica confederal, no nos gusta para comparar-, y que las diferencias entre un Estado y uno autonómico no son tantas, es decir, que entre un tipo y otro el contraste serían básicamente nimios detalles, por  lo que, «¿qué es lo que quieren estos catalanes?». Pero, tal y como señala el sabio refranero castellano, en este caso el diablo está en los detalles.

Sí, porque la expresión constitucional del Estado español -usando una expresión del catedrático Javier Pérez Royo– se produjo en el año 1978 mediante una descentralización progresiva del carácter altamente concentrado del poder de una España con escasa experiencia en los equilibrios del poder territorial, al menos en su época moderna. Es decir, lo que la Constitución del 6 de diciembre recogió no sería tanto un pacto entre partes -aunque en puridad sí lo habría, aunque entre partidos políticos-, sino un reparto entre las partes. Un movimiento más centrípeto que centrífugo, desde Madrid hacia las periferias. No es anecdótico el hecho de que las primeras nacionalidades históricas estuvieran situadas, física y simbólicamente, en los límites de la península ibérica -Catalunya, Euskadi, Galicia y, no hay que olvidar, a Andalucía-.

La conformación de una federación suele ser, de hecho, la contraria. Es decir, una serie de sujetos políticamente independientes o, al menos, autónomos, decide ceder parte de su capacidad y poder político a un ente central, el Gobierno federal, entendiendo que solo así es posible llevar a cabo determinadas actuaciones. Son las partes las que, unidas, conforman un todo. En este caso, se trata de un movimiento centrífugo más que centrípeto. Esta es la historia, por ejemplo, de los Estados Unidos de América, primera República en constituirse según un modelo federal.

Aunque pueda parecer anecdótico, esto es fundamental a la hora de entender nuestro modelo autonómico. Como con tantas otras cosas, se podría decir que el carácter descentralizado del Estado español -jurídicamente personificado en Comunidades Autónomas- procede, en su origen, de un poder central que comparte ese poder con otros núcleos periféricos. No se trata tanto -y es importante subrayar lo de tanto, porque es verdad que, a nivel político, sí que hay un pacto al menos tácito sobre el tema- de un acuerdo para compartir el poder a nivel territorial, como una cesión por parte del protagonista principal. Y esto, como no puede ser de otra manera, cuenta con un detalle, un límite, que estamos viendo estos días: esta generosidad se acaba cuando una de las partes, por no decir la gran parte, decide finalizar la cesión.

Es de este modo que, aunque no se haya invocado formalmente, el famoso artículo 155 de la Constitución, el Gobierno central se halla inmerso en un proceso de recuperación de unas competencias -un poder- que, en el fondo, nunca acabó de ceder totalmente. Y no es que su generosidad tuviera un límite, sino que realmente la Constitución solo reconoce un poder políticamente y jurídicamente legitimado, el de la Nación española, es decir, el de Madrid, algo que comparte con los sujetos periféricos -no obstentadores de soberanía- de forma unidireccional, no bidireccional como sería en un modelo de estado puramente federal.

Los límites -y la mentira- pues del Estado autonómico no se encuentran, por tanto, en la inexistencia de un verdadero órgano -el Senado- de participación territorial en la toma de decisiones del Gobierno central; ni en un Poder Judicial auténticamente descentralizado, ni en un reparto competencial que no está definido, sino en un Estado que nunca dejó de ser centralizado.

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