No hace mucho, durante la presentación en Barcelona de su libro Un sociólogo urbano contracorriente, el sociólogo Jean-Pierre Garnier contaba cómo los divanes de los psicoanalistas estaban llenos de pacientes izquierdistas de clase media. Garnier, con su habitual tono burlón, justificaba esta sobreabundancia señalando que éstos eran incapaces de gestionar y conjugar emocionalmente su ideología, por un lado, y sus gustos, necesidades y formas de vida pequeño-burguesas, por otro. Y algo de esto hay.
Las clases sociales son una cuestión compleja. En sociedades post-capitalistas como la nuestra, los sectores productivos se hallan enormemente segmentados y diversificados y, de forma consecuente, la fragmentación social se ha convertido en norma. Bajo un prisma clásico, distinguir o adjudicar la pertenencia a una u otra clase social a los grupos e individuos se ha vuelto complejo, por no decir imposible, ya que la tradicional división entre capitalistas/burgueses y proletarios/trabajadores basada en la posición de los medios de producción hace tiempo que dejó de ser de utilidad para tal fin, si es que alguna vez fue una realidad. La aparición de una masa, más o menos importante, de trabajadores pertenecientes a sectores intermedios –profesionales liberales, gestores, técnicos especializados, etc.-, los cuales no mantienen una situación de dependencia tan directa del Capital como los obreros clásicos, ha devenido en el nacimiento de sociedades de clases medias, las cuales han aportado cierta estabilidad a las democracias liberales aparecidas tras la II Guerra Mundial. Para el surgimiento de las mismas ha sido fundamental el papel jugado por el Estado, el cual, garantizando determinados bienes de consumo colectivo –sanidad, educación a todos los niveles, etc.- ha fomentado y garantizado su preeminencia. Ahora bien, las reformas neoliberales acontecidas en el Occidente capitalista desde los años 70 del pasado siglo han erosionado, en gran medida, esta situación. La sucesiva desregulación y privatización de amplios sectores productivos, así como las consecuentes reformas laborales, han dado al traste con la seguridad en el trabajo y gripado el tan manido ascensor social. Nos hallamos antes una sociedad donde la precarización es la norma, sobre todo en los grupos sociales más jóvenes, y donde la desigualdad es, cada vez más, el pan nuestro de cada día.
No obstante, aunque a nivel material estas clases medias han perdido gran parte de su protagonismo, no ha sido así a nivel simbólico, manteniéndose de forma intacta, para vastos sectores de la población, su carácter aspiracional. Las clases medias son, hoy día, más una idea, un objetivo, que una realidad. Ser de clase media significaría, de este modo, unos ingresos, pero también la pertenencia a un determinado grupo que mantiene unos referentes, unas determinadas prácticas de consumo y una estética común. Este grupo social, proveniente en parte de entornos y contextos familiares populares, reconocería, además, su situación como privilegiada, de forma que no cejarían en buscar cierta legitimidad y respaldo social. Entre estos elementos de anclaje identitario se encontraría no solo la ciudad donde vivir, sino también el barrio, la calle e incluso la vivienda. Y atentos a estas necesidades, y a la búsqueda siempre incesante de las plusvalías, se encontraría el capital inmobiliario.
Es así que, en el barcelonés barrio del Poblenou, justo en su zona más antigua, se pusieron a la venta hace no más de dos años, un grupo de viviendas que ocupan una antigua parcela que había acogido una fábrica de jabones, primero, y un huerto okupado después. El conjunto, tal y como señala la web de sus arquitectos, supone “12 casas [las cuales] se anclan en la tradición urbana del Poble Nou y lo manifiestan mediante una pequeña intervención en sus muros de planta baja que recuerda los nombres de su Historia”. Las pareces que dan a las calles Fernando Poo y Sant Francesc acogen nombres vinculados al barrio: la Granota. Trofeu Mans. La França Xica. El tio Che. Pa amb vi i sucre. l’Aliança. Ateneu Colón. Joncar. Teneria Barcelonesa. Ca l’Aranyó, El Sabre de Plata, la Flor de Maig y otras, de forma que aportan el barniz de legitimidad histórica y popular que necesitan sus compradores. Los precios, en torno a los 725 mil euros por una vivienda de más de 154 m2, hacen imposible su adquisición por los originales moradores del barrio, mientras que las clases medias, mediante esta simple intervención simbólica, pueden ver disminuir su asistencia a los divanes que nos mencionara Garnier.